NOTICIAS SECRETAS DE AMÉRICA
En el colegio ya no te patrioteaban como antes. Para empezar, no tenías obligación de pararte cada vez que oías decir San Martín. Cantabas un himno más light, como regía desde principios de siglo. Lo habían lijado un poco. ¿Qué otra cosa podían hacer? Necesitaban cortarla con los insultos, como explicó en su momento un operador del Ministro. "Tigres sedientos de sangre" y todo eso. Culpa del himno el embajador no pisaba la presidencia, sobre todo los 9 de julio. A decir verdad, tampoco mostraban mucho aspecto de tigres los vascos y los gallegos que desembarcaban todos los días frente al Hotel de Inmigrantes, pero ésta era otra cuestión. Resultaba inútil decirle al embajador que lo de "vil invasor" no corría para los españoles hermanos. La letra se refería más bien a los americanos traidores. Había dos, en principio, que bien podían ser los del himno, unos arequipeños que terminaron a la cabeza del ejército español. Pero el embajador no cejaba. Preguntaba esto y aquello. ¿"A sus plantas rendido un león"? ¿Y eso qué coño significaba? ¿Quién se rindió? ¿De dónde sacaban tantas mentiras? España jamás se rindió. Ese era el fondo de la cuestión.
Por eso la presidencia estaba tan apurada. Era urgente aflojar con el himno. ¿Hasta cuándo los argentinos seguirían haciendo el papel de pendejos? ¿Acaso los españoles no estaban poniendo en el diccionario los americanismos y eso? Pero el plan de meter mano en el himno desató un escándalo en el Congreso. Al final el Presidente firmó un decreto que suprimía las partes duras. Con dos cuartetas ya estaba bueno, dijo el Zorro del Desierto. En adelante deberías conformarte con eso. ¿A qué remover las heridas? El gesto fue celebrado con un banquete. Al cabo de tanta ausencia, los españoles podían volver a la Casa Rosada a brindar por la libertad.
Eso les pasa de puro jodidos, rezongó el embajador en privado, algo que, a su juicio, les venía a los argentinos desde la época en que odiaban a los españoles como a nadie en el mundo y les daban el mote de sarracenos. En pocas partes de América ese sentimiento fue tan intenso. Los paraguayos, por dar un caso, se mostraron mucho más fríos. Recién a veinte años de terminada la guerra se les había ocurrido buscar un poeta en Montevideo que pudiera escribirles el himno. Contrataron a Pancho Acuña de Figueroa, un traductor de La Marsellesa que venía de hacer el himno uruguayo. Desde su Oda al Silfo de Montevideo, Acuña era el poeta de moda. Pero en el Paraguay cayó mal que ni siquiera se tomara el trabajo de conocer el país. Todavía faltaba la música, pero aquella gente llena de sentido común no quería perder un minuto para el estreno. Ya que compartían el mismo poeta decidieron cantarlo con la música del himno uruguayo, aunque otras veces usaban el himno argentino que también le iba como anillo al dedo. Finalmente los paraguayos tuvieron SU propia canción de la patria con el auxilio de Francois Sauvageod de Dupuis, un francés contratado por Asunción para organizar sus bandas de música. Del trabajo de Sauvageod no pudo salvarse ni una corchea, pues todo fue reducido a cenizas cuando los brasileños quemaron la capital. Eso fue al acabar la guerra de la Triple Alianza. Allí se perdieron los últimos papeles que le quedaban al Paraguay. Para entonces, a decir verdad, apenas veías carpetas en los archivos, ya que todo el papelerío sobrante terminaba en manos del Cabichuí. Este era el diario que aparecía en el frente. Funcionaba en una carreta y el gobierno le remitía hasta las leyes escritas de un solo lado. Lo malo fue que tampoco llegaron a publicar la letra. Cien veces habían estado a punto de hacerlo, pero siempre surgía otra urgencia. Así que luego de la derrota el himno cayó en el olvido. Un día se descubrió que en veinte años nadie había vuelto a cantarlo. Cuando por fin entendieron que la letra no estaba en ninguna parte, se lanzaron a la tarea de reconstruirlo. Fue preciso visitar a los viejos y sacarles los versos con tirabuzón e incluso hacerlos cantar un poco para ir rehaciendo la partitura.
En el Paraguay resultaba difícil tomarse las cosas a la tremenda. Al embajador español nunca se le hubiera ocurrido quejarse del himno. Vista desde Asunción, la guerra con los sarracenos parecía una desmesura, tal vez un malentendido, una mera guerra civil que se hubiera podido arreglar de otra forma. En realidad, los paraguayos habían tenido mil atenciones con la Patria Vieja. Recibieron la revolución con calma y después nadie tuvo que rectificarse. Se quitaron por ley sus apellidos indígenas y pronto hicieron lo mismo con la nomenclatura guaraní de sus pueblos, que reemplazaron por buenas palabras en castellano. Nada que ver con los yanquis, como recordaba oportunamente un embajador veterano. Luego de haberse sacado de encima a Inglaterra, esos tipos no hacían más que criticar el idioma y vivían amenazando con pasarse al ídish.
En cambio las Provincias Unidas debieron reconocer por decreto que no hay enemigos para siempre. La reconciliación tardó demasiado. La guerra había durado una eternidad. Desde la primera deportación, la vida de los colonos se había vuelto un calvario. Los primeros en ser fletados fueron los funcionarios del rey. ¿La verdad? No se la vieron venir. Los rebeldes los habían invitado al fuerte a conferenciar con la Junta. Los españoles creyeron que iban a restituirles el mando. Por eso llegaron en coche y con bastones de puño de oro, que era su insignia de autoridad. En cambio fueron conducidos al muelle con escolta militar. Fue una procesión dolorosa en mitad de la noche, como cuadraba al entierro de la administración colonial. Un buque inglés aguardaba para llevarlos a las Canarias. Tenía severas órdenes de hacer un viaje directo. Prohibido recalar en Montevideo o tocar cualquier otro punto de América. En pago de aquel servicio, al capitán Bayfield le permitieron desembarcar todo el r apé que traía. También pudo bajar cien mil pesos en géneros y llevarse otro tanto en mercadería local, siempre libre de impuestos. El trueque con Bayfield fue muy sencillo porque su consignatario de Buenos Aires integraba la junta rebelde. Se llamaba Juan Larrea. Este le aclaró al Capitán que si violaba el acuerdo no volvería a ver un centavo de la plata que le debía. A partir de entonces, los colonos se transformaron en parias. Tenían prohibido desde poner un negocio y casarse con una americana (salvo que fuera negra) hasta montar a caballo o andar por la calle de noche. El Indio llegó a echarlos de Lima y repartió sus mejores fincas entre veinte oficiales del ejército. Los colonos ya no podían con su alma. Era visible que a cierta gente se le estaba yendo la mano.
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