PEDOFILIA EN LA IGLESIA CATÓLICA
Quizás no exista abuso más execrable que el abusar sexualmente de un niño, con mayor razón si el abusador ostenta vestimenta y rango eclesial.
Los abusos sexuales vienen de antaño y es muy probable que en otros tiempos fueran pasados por alto dado que no existía una cultura de sensibilización con respecto a los derechos del niño, al que –por la alta tasa de mortalidad infantil de aquellos tiempos- se le veía más como un adulto pequeño que propiamente un menor. Sin embargo, hacia la segunda mitad del siglo XX comenzó un lento proceso de llamada de atención a favor de los derechos del niño y, dentro de estos, el derecho a la integridad sexual. De allí las constantes campañas de protección a favor de los derechos del menor tanto de los organismos públicos como privados, así como las denuncias de los medios de comunicación de abusos sexuales contra menores, lo que –a pesar de ser una verdad de Perogrullo- se debe gracias a que en Occidente vivimos, matices más matices menos, en sociedades abiertas y democráticas con libertad de expresión y capacidad de denuncia contra miembros de instituciones tan poderosas como la Iglesia Católica. Difícilmente en sociedades totalitarias y cerradas se habrían podido abrir paso las reiteradas denuncias de abuso sexual de menores por parte de sacerdotes de la Iglesia Católica.
Es que existe un elemento importante que subyace en todas las denuncias: el poder tanto de quien abusa, poder manifestado en su autoridad como sacerdote de la probablemente más importante iglesia en la actualidad, así como el poder de esa misma iglesia representado en su alta jerarquía a fin de silenciar los hechos, disimulándolos, y evitar de esa forma el escándalo, convirtiéndose en la práctica en cómplices de los violadores. Encubrimiento que se encuentra relacionado con el estilo autoritario y vertical característico de la Iglesia Católica, comportándose como si estuviese en el medioevo europeo o, pero aún, en la época de los gobiernos fascistas y totalitarios.
Porque las denuncias por abuso sexual contra sacerdotes de la Iglesia Católica se producen tanto en el primer como el tercer mundo, tanto en Europa, como en África, Oceanía o América. No se puede decir que solo se producen en países pobres y atrasados, sino que en los propios Estados Unidos se ha denunciado casos de pedofilia, los que la Iglesia trató de solucionar indemnizando económicamente a los padres de los menores para que no vayan a juicio. Es decir con unos billetes han silenciado conciencias. En otros países han tratado de ser obsecuentes con el gobernante de turno y los medios de comunicación para que el escándalo no sea expuesto a la luz pública.
Existen historias que son realmente escabrosas, como la de Marcial Maciel, fundador en México de Los legionarios de Cristo, que no solo violó y cometió actos sexuales abominables contra sus feligreses, sino contra sus propios hijos, a quienes hasta sodomizó. Solo la muerte salvó a Marcial Maciel de una larga condena y de la ignominia.
Si en estos momentos se efectuase una encuesta estoy seguro que muy pocos contestarían afirmativo a la pregunta si dejarían a sus hijos o hijas menores ir de campamento o de paseo acompañados de un sacerdote. Personalmente les he preguntado a madres católicas practicantes y la respuesta unánime fue “no”, por más que conozcan al sacerdote de la parroquia y no tenga denuncias de abuso en su contra. El nivel de confianza hacia los sacerdotes se encuentra tan bajo, como el que se tiene frente a un policía, curiosamente las dos instituciones que de una u otra forma deberían proteger a la persona y a la sociedad.
Estas graves denuncias contra el clero de la Iglesia Católica (que no son nuevas) deberían hacer reflexionar a la alta jerarquía que no basta con pedir perdón y encubrir los hechos –denuncia que ha caído contra el propio Papa Benedicto XVI- comprando conciencias con dinero o “trasladando” al cura violador a otra parroquia, sino que son necesarios actos de afirmación más positivos como poner a disposición de la justicia al sacerdote pedófilo y expulsarlo inmediatamente de sus filas. Ese gesto haría a la Iglesia Católica más transparente y no débil como cree la jerarquía de Roma y, de repente, como gesto audaz –aunque lo dudo mucho- revisar su dogma y permitir que los sacerdotes tengan esposa y familia como los evangélicos, porque ser sacerdotes no quita su condición de hombres.
Eduardo Jiménez J.
ejjlaw@yahoo.es
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