martes, 27 de julio de 2010

La muerte de Eva Perón

La muerte de Eva Perón


Rogelio Alaniz

DIARIO EL LITORAL DE SANTA FE http://www.ellitoral.com/



Eva Duarte de Perón murió el 26 de julio de 1952. Tenía treinta y tres años y desde hacía por lo menos dos años padecía un cáncer que se había iniciado en la matriz para luego ramificarse por todo el cuerpo. Cuando murió pesaba menos de 38 kilos. La hora de su muerte fue las 8.23, pero ese genio de la publicidad que se llamó Apold la ubicó a las 8.25, para que quedara fijada en la memoria de todos. Las 8.25, “hora en la que Evita pasó a la inmortalidad”, rezaría luego la consigna que se propagaría por todas las radios del país y que transformaría al luto más popular de la Argentina en un luto obligatorio tan innecesario como irritativo, porque Evita no necesitaba del decreto del luto obligatorio para que las multitudes la lloraran.

El deceso de Evita se produjo un sábado de frío y llovizna. Esa misma noche, la ciudad Buenos Aires apagó sus luces. Los teatros y los cines levantaron sus funciones y los grandes comedores bajaron sus persianas. En principio se pensó en una jornada de luto de no más de tres días, pero luego se decidió prolongarla hasta el 11 de agosto, fecha en que los restos, convenientemente preparados por el doctor Pedro Ara, fueron trasladados al edificio de la CGT de calle Azopardo. Durante tres fines de semana la actividad pública estuvo prácticamente paralizada. Se suspendieron los partidos de fútbol, las carreras de caballos y los bailes. La única actividad pública permitida fue la proyección de una película frente al obelisco. “Eva Perón, eterna en el alma del pueblo”.

El velatorio se realizó en el Ministerio de Trabajo y Previsión y luego se trasladó al Congreso de la Nación. Desde el oficialismo abundaron los pésames, algunos exagerados y sensibleros, y otros precisos y justos. Algunos la compararon con Isabel la Católica, Juana de Arco y Maria Curie; otros le reclamaron al Papa la canonización. Cámpora y Teissaire compitieron en obsecuencia y servilismo. El discurso más justo y más sobrio lo dio Juanita Larrauri: “Jamás tantos lloraron con tantas lágrimas una pena tan honda para su corazón”.

Unos días antes de morir había sido declarada jefa espiritual de la Nación y al momento de su muerte los legisladores peronistas discutían sobre el lugar y las dimensiones del monumento que debería levantarse en su honor. También en esos días se resolvió que la ciudad de La Plata llevara su nombre. El secretario de la CGT, José Espejo, propuso que el velorio que se estaba haciendo en Buenos Aires se repitiera en cada una de las ciudades capitales de provincias. La iniciativa no prosperó por disparatada, pero dio lugar a que Borges escribiera un poema -“El simulacro”- que, más allá de los toques antiperonistas, expresa con su habitual precisión poética el clima de aquellos días.

Desde hacía por lo menos dos años se sabía que Evita tenía cáncer. La mala noticia se ocultó hasta donde se pudo, pero a mediados de 1951 el diagnóstico era irreversible. Su enfermedad coincidió con las elecciones nacionales de noviembre de 1951 y el ajuste económico que Perón propuso para equilibrar las cuentas públicas. Azar o fatalidad. La agonía de Evita se produjo en un momento histórico en que el peronismo se transformaba. Ese cambio, ella no lo verá y todas las especulaciones que se puedan hacer respecto de lo que habría hecho si no hubiera muerto, no son más que especulaciones en el aire. Para que el mito exista es necesario morir a tiempo y morir joven y en el escenario de su plenitud. Evita lo hizo.

En las elecciones nacionales de noviembre, ella ya estaba en cama. Una foto registra cuando vota en una mesa electoral que se había trasladado hasta su cuarto. En la foto se observa el rostro de un muchacho joven que mira con gesto severo lo que sucede a su alrededor. Se trata de David Viñas, entonces fiscal de la UCR. Viñas luego hablará del clima de obsecuencia y superstición que flotaba alrededor de la esposa de Perón.

Las últimas apariciones públicas serán el 1º de mayo y el 4 de junio, fecha en la que acompañó a Perón en el acto de asunción a la presidencia. Su último discurso es el 1º de julio. Qué raro. Es la fecha de la muerte de Perón 22 años después. Siempre se dijo que Perón obligó a su mujer a asistir al acto de asunción sin importarle su agonía. Hoy se sabe que fue la propia Evita la que insistió en estar presente.

Mucho se habló del carácter necrológico de aquellas jornadas, del cadáver embalsamado, de la movilización de soldados, policías, sindicalistas y mujeres de la rama femenina acompañando la ceremonia que para los opositores fue macabra. Las ceremonias, la necrología, la manipulación de los sentimientos de la multitud pueden haber sido ciertos, pero ninguno de esos detalles pueden hacer perder de vista lo fundamental. Y lo fundamental es que millones de argentinos lloraron a Evita con desconsuelo, con amor y pasión. Nada hubiera sido posible sin la popularidad de una mujer que, en pocos años, supo ganarse el corazón de las grandes multitudes. A Evita se la puede estudiar por ella misma, por la relación que estableció con sus seguidores y por lo que los seguidores hicieron con ella. En todos los casos lo que está presente es su obra, su carisma y su magia.

Transformada en mito a las pocas horas de su muerte, siempre resultó difícil delimitar dónde está la verdad histórica y dónde comienza la leyenda. El paso de los años permite establecer algunas precisiones, pero sólo algunas, porque siempre pareciera que lo más importante queda fuera de toda racionalización. Fue sin dudas una mujer extraordinaria. Para bien o para mal, pero sin lugar a dudas lo fue.

Las explicaciones sobre su popularidad, popularidad que en esos días de luto admitió el propio Perón, quien llegó a decir asombrado a un colaborador: “Nunca creí que la amaran tanto”, son diversas. Los que dicen que pudo ser lo que fue porque disponía de plata, no pueden explicar el porqué otros políticos con los mismos recursos no lograron ese ascendiente. Todas las mujeres que han intervenido en política después de ella han intentado imitarla. Isabel quiso hacerlo y se hundió en el ridículo. Cristina Kirchner intentó hablar en la plaza enronqueciendo la voz, pero el hecho mágico no se produjo. Y no se produjo porque es irrepetible, porque Evita, además de ser el resultado de un singular proceso histórico que incluye la necesidad y el azar, es también una subjetividad, un carisma imposible de repetir y mucho menos de imitar.

Todas las teorizaciones hechas desde la izquierda peronista para plantear a un Perón burocratizado y a una Evita popular ha demostrado que no son más que juegos intelectuales. Evita es incomparable. No es Rosa Luxemburgo, tampoco Juana de Arco. No es la versión femenina del Che Guevara ni se parece a la Pasionaria de España. Es ella misma. Ella y su historia; ella y su mito. Incluso a la hora de definir su ideología es muy difícil arribar a un acuerdo. Sin duda que no era de izquierda, pero tampoco sería justo decir que fue de derecha. Con Evita empieza a quedar claro que las categorías de izquierda y derecha pueden explicar algunos aspectos del proceso social, pero no toda la singularidad del mismo.

Sin duda que fue peronista y que en cierto punto fue una invención de Perón. Pero no es menos cierto que esa invención en algún momento -pienso en el acto del 22 de agosto- adquiere una tensión que se parece a la autonomía. Evita es peronista pero no es una peronista más. Puede que en términos racionales su ideología no haya sido diferente de la de las mujeres de la rama femenina, algo populista, desconfiada de todo lo que fueran construcciones intelectuales complejas, más intuitiva que racional, pero ella era algo más que todo eso.

Evita no es todo el peronismo, pero el peronismo no sería pensable sin su presencia, no sería imaginable hoy en el universo del mito, pero tampoco es posible imaginar históricamente al peronismo sin su presencia. Todo lo que se diga de ella para descalificarla pierde eficacia ante la consistencia irrefutable de los hechos. Prostituta, actriz de segunda, resentida, demagoga, infame, corrupta, son adjetivaciones que no alcanzaron ni alcanzan a empañar su figura. Me parece innecesario recordar que no soy peronista y que si hubiera vivido en aquellos años habría sido un opositor tenaz del régimen. Pero en este caso no se trata de exponer las razones de mi vida, sino las razones de la vida de Evita, porque esas razones persisten, están presentes como leyenda, como mito, como experiencia, como razones del corazón -si se quiere-, porque en esas imágenes tumultuosas hay una verdad, una clave que explica, para bien o para mal, esa identidad nacional -no tengo otra palabra a mano- que nunca terminamos de descifrar.






Incansable. Pese a su enfermedad, Evita se mostró activa hasta el final. Aquí aparece leyendo un texto en una imagen captada por la cámara de su fotógrafo personal, Alfredo Mazzorotolo.

Foto: Agencia EFE

No hay comentarios: