El sembrador mira su campo cultivado y puede ver muchas
espigas, tantas como su mirada puede abarcar.
En la época de siembra, airea la tierra, prepara el campo para que esa
semilla tenga las mayores posibilidades de mostrar su potencial.
Siembra, y al voleo las semillas van cayendo en el terreno.
Sabe que para ver el resultado tendrá que esperar un tiempo, tiempo de crecimiento.
Y luego el milagro de la vida repitiéndose otra vez: espigas doradas que se mecen al sol.
Sólo entonces, cosecha lo que siembra.
Los seres humanos somos sembradores, cada cual en su campo, y tenemos la oportunidad de actuar como él.
El ámbito laboral, la familia, la escuela, los amigos... En fin, tantos
ámbitos en los que actuamos y en los que tenemos la oportunidad de dejar
nuestra semilla.
Por eso es tan importante lo que elegimos sembrar. Porque al igual que
el sembrador cosecharemos lo que sembramos.
Al igual que él, tendremos en cuenta el resultado final que deseamos
conseguir para elegir nuestra semilla: si lo que queremos cosechar es
amor, ternura o cualquier otra gama del mismo, la semilla que
introduzcamos en el suelo deberá llevar dentro de sus "entrañas" todo el
potencial del amor.
Sembramos sonrisas, sembramos caricias, sembramos miradas, sembramos palabras.
Al igual que el sembrador, sabemos que nuestra cosecha está expuesta a
tormentas, a sucesos climáticos imprevistos, a situaciones
desfavorables. Sin embargo, continuar sembrando con fe, pensando en las
hermosas espigas meciéndose en el viento es una poderosa motivación
para hacer de la siembra el propósito de mi vida.
Como dijo el poeta Blanco Belmonte en su verso:
Hay que vivir sembrando! Siempre sembrando!
Colaboración de Susana Garat
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