jueves, 8 de octubre de 2009

¿Quién mató a Lavalle?

¿Quién mató a Lavalle?




Rogelio Alaniz



El general Lavalle, importante protagonista de las campañas de la Independencia, la guerra contra Brasil y las luchas civiles que ensangrentaron la primera mitad del siglo XIX.




Archivo El Litoral

A Juan Lavalle lo mataron en Jujuy el 9 de octubre de 1841. La leyenda cuenta que una partida federal se acercó a la casa donde estaba durmiendo y disparó contra el portón de la residencia. Una de esas balas tiradas al azar penetró en la garganta del “León de Riobamba”, que murió en el acto. Se dice que los integrantes de la partida ignoraron las consecuencias de sus tiros. Cuando la noticia trascendió, el mulato José Bracho se atribuyó la autoría y contó que la bala disparada había entrado por la cerradura. Durante algún tiempo, Bracho disfrutó de los honores y lisonjas del Restaurador, hasta que se supo que mentía, motivo por el cual los honores se trasladaron al jefe de la partida, Fortunato Blanco.



Muchos años después, los historiadores empezaron a discutir este informe oficial. Llegaron a la conclusión de que lo único cierto era que Lavalle había muerto. Lo demás es motivo de controversias. ¿Qué pasó en Jujuy en aquella madrugada del 9 de octubre en la casona residencial de los Zenarrusa? ¿Quién mató a Lavalle? O, ¿cómo murió? ¿Por qué se oculta la verdad?



Como se dice en estos casos, empecemos por el principio. Lavalle, al frente de doscientos hombres, había llegado a Jujuy el 8 de octubre. Eran hombres valientes, curtidos en las batallas y las adversidades, pero eran también hombres vencidos. El 19 de septiembre de 1841, en Famaillá, el llamado “Ejército libertador” había recibido su derrota definitiva. Después vinieron las deserciones. Dos días antes de llegar a Jujuy, los oficiales Ocampo y Hornos abandonaron a Lavalle y marcharon hacia Corrientes para unirse a Paz.



En Salta, los rumores de la derrota eran públicos. Se sabe que el general Manuel Oribe les venía mordiendo los talones y que había prometido degollar a Lavalle y llevar su cabeza en una pica para que Rosas disfrutara del espectáculo. La única adhesión que había recibido en Salta fue la de Damasita Boedo, una hermosa jovencita de veinte años que decidió acompañar el calvario del general de cabellos rubios y ojos azules.



Posteriores investigaciones dirán que Damasita fue obligada a marchar con Lavalle. Imposible saber la verdad, entre otras cosas porque, efectivamente, Lavalle había ordenado fusilar a su hermano y a su primo. A esas heridas, la hija del congresista de la Independencia no las olvidaría, o no debería olvidarlas. Algunos de estos datos serán tenidos en cuenta por los historiadores a la hora de interrogarse sobre la verdadera muerte de Lavalle.



Las tropas acampan en Los Tapiales de Castañeda, a ocho cuadras del centro de Jujuy. Lavalle decide dormir en la ciudad. No es una buena idea, le dice el general Pedernera. Lavalle no lo escucha. El “Rey de los arenales de Moquehuá”, el granadero que al frente de noventa soldados atropelló a quinientos españoles, no está dispuesto a dejarse asustar por un puñado de gauchos zaparrastrosos. Lo acompañan ocho soldados de su confianza, su asistente Pedro Lacasa y sus colaboradores Celedonio Flores y Félix Frías, el muy devoto y católico Félix Frías.



Alguien más es de la partida: Damasita Boedo. Lavalle quiere descansar esa noche y quiere descansar bien acompañado, como lo ha hecho antes de Famaillá con la bella Solana Sotomayor, esposa de Brizuela, a pesar de las reconvenciones devotas de Frías, que no dejaba de decirle: “La causa de la libertad se pierde, mi general, por las mujeres”.




Pequeña iglesia de Huacalera (Jujuy) en la que se enterraron los tejidos blandos y vísceras de su cuerpo descarnado en un sitio próximo. Los huesos, en tanto, fueron llevados por sus soldados hasta Potosí (Bolivia), para evitar que sus enemigos los profanaran.



Foto: Gustavo J. Vittori

Lavalle y sus hombres llegan a la casa de Zenarrusa a las dos de la mañana. Han golpeado otras puertas y no los han querido atender o no había nadie. La casa de Zenarrusa está también vacía. Allí, antes de abandonar asustados la ciudad, se alojaban el gobernador Alvarado y Bedoya, por lo que hay comodidades y la cama matrimonial es grande y tentadora. Por su parte, los soldados se acomodan en los patios; los colaboradores, en los cuartos vecinos.



A las seis de la mañana se oye un ruido de caballos. La partida enemiga está en el callejón. No son más de catorce hombres, muchos de ellos dominados por el miedo porque están mal armados, mal montados y temen ser víctimas de una emboscada. Todos están desinformados. También en la casa hay miedo. Frías habla de salir corriendo por los patios de atrás; algo parecido piensan los soldados. El único que mantiene la sangre fría es Lavalle. “Nos vamos a abrir paso”, dicen que fue lo último que dijo. No fanfarronea. Se las ha visto en peores y nunca le temblaron ni el pulso ni el corazón. Mucho menos ahora. Sale al patio, o a la galería, para reconocer la situación. Es allí cuando suenan los disparos y una bala perdida lo mata. Otros van a decir luego que el disparo vino desde la izquierda. En cualquier caso, la muerte fue en el acto. Un testigo asegura que Damasita se acercó a su lado y le cerró los ojos.



Cuando llegaron los hombres de Pedernera ya no había nada que hacer. Se decide partir hacia el norte sin pérdida de tiempo. Alguien avisa que el cadáver de Lavalle está tirado en el patio. Los soldados regresan y lo recogen. El último capítulo de una prolongada épica, confundida con pesadilla, concluye. Los soldados marchan por la quebrada de Humahuaca rumbo a Bolivia. Llevan los restos del general. En las orillas de un río lo “descarnan” y guardan sus huesos para dejarlos en la capilla de Potosí. El sol de octubre golpea sin compasión sobre los hombres. Las tropas de Oribe les muerden los talones y todos saben que Oribe no perdona. Con ellos marcha Damasita Boedo; la mujer ha rechazado la oferta de Pedernera de regresar a Salta.



El 22 de octubre, dos semanas después de la muerte de Lavalle, los restos de un ejército de hombres en andrajos llega a Potosí. La misión se ha cumplido. Los restos de Lavalle se han salvado y también se han salvado ellos. Frías recordará siempre esas jornadas dominadas por el extravío del miedo, el dolor y la derrota. Algo parecido dirán Pedernera y Lacasa. Cada uno de los sobrevivientes dará su versión sobre los acontecimientos y todos coincidirán en decir que Lavalle fue muerto por una bala perdida. Habrá variaciones en ese relato, pero en lo fundamental todos dirán lo mismo.



Sin embargo, cuando años después, muchos años después, algunos historiadores intenten reconstruir esa jornada, descubrirán que la teoría de la bala perdida es inconsistente. La prueba más importante es que las balas disparadas jamás pudieron haber atravesado el portón. La afirmación del mulato Bracho, acerca de que la bala entró por la cerradura, no sólo fue descartada por él mismo, sino que tuvo que recurrir a esa mentira porque era evidente que las balas no podían atravesar la madera como si fuera un papel.



La pregunta entonces es obvia: si no fue una bala perdida disparada por soldados enemigos, ¿quién mató a Lavalle? ¿Los soldados? ¿Lacasa, Frías, Álvarez, que le habían advertido que no era sensato irse a dormir a Jujuy, y mucho menos, para pasar la noche con una mujer? ¿Damasita Boedo, para vengarse del hombre que había ordenado fusilar a su hermano y su primo? Todas estas hipótesis fueron descartadas, particularmente la última. Si Damasita hubiera sido la responsable de esa muerte, Pedernera no le habría ofrecido protección.



¿Cómo murió Lavalle? ¿De donde salió la bala? Veamos. Lavalle era un hombre derrotado. Sus amigos hablan de sus estados depresivos, de su soledad, de su empecinado y obsesivo afán de refugiarse en los brazos de una mujer para eludir los rigores de una realidad que se obstinaba en serle adversa. Frías cuenta que en los últimos días su humor había mejorado. Se reía y hacía chistes. Luego agrega: “Esa risa me despertaba malos presentimientos”.



Si los autores de la muerte no fueron ni la partida, ni sus propios soldados, ni su amante, la única hipótesis que se sostiene es la del suicidio. Ninguno de sus colaboradores lo dice, pero es muy probable que se hayan juramentado hacer silencio porque, para hombres creyentes, y en particular para un católico ortodoxo como Frías, el suicidio era un deshonor, una falta a los hombres y a Dios. Fue entonces que para sostener la moral de la tropa y proteger a Lavalle de las maledicencias de amigos y enemigos que se ocultó el suicidio. Por supuesto, ningún historiador puede probar esta hipótesis con documentos, pero ya se sabe que los documentos no hablan por cuenta propia y que no siempre son el exclusivo criterio de verdad

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