JOSECITO EL CARPINTERO
Su carpintería estaba a unas ocho cuadras sobre nuestra misma calle. Papá me había mandado con una pequeña notita, me parece que a cobrar un flete de maderas. Me iba de mala gana y refunfuñando, ya que hubiera querido quedarme con mi hermano mayor, Audino, ayudándole a pintar las llantas del camión, que comenzaban a lucir rabiosamente amarillas; pero una vez en camino me divertía ir entretenido con el paseo, en aquella mañana radiante de sol.
Era la penúltima calle del pueblo, de tierra, con no más de una docena de casas a lo largo. Las cuadras estaban alambradas o con tejidos, casi todas sembradas como pequeñas chacras: media cuadra de algodón, un sitio de maíz, huertas con zapallos, mandiocas, arvejas, o pequeñas quintas de duraznos, pomelos, o naranjas. El paisaje se completaba con la brisa y un silencio salpicado de trinos dispersos y apagados. Escuchaba en un ir y venir la propaladora del centro, con frases traslapadas, con un parloteo de ecos inentendibles y lejanos.
El galpón parecía pequeño debajo aquella morera gigantesca y umbrosa, con su copa tan verde y tupida, rodeados además por plantas de pomelos y limoneros, en el sitio detrás de la casa. Empujé el portillo, y no vi de donde surgió un enorme perrazo que en un instante estuvo sobre mí, ladrando embravecido, con sus fauces abiertas, dispuesto a tragarme. Yo con mis ocho años no atiné a nada, paralizado por el terror… Pero, en el salto final quedó congelado en el aire, sujetado por la cadena, que corría a lo largo de una maroma que atravesaba el patio. Luego de forcejear, quejumbroso se volvió al trotecito, a tirarse entre los pomelos caídos debajo de las plantas.
Allí he visto la colosal silueta del carpintero recortada en la puerta, en su acudir presuroso, con sus herramientas en la mano. Adentro un banco de gruesas maderas, mazas, formones, y por todos lados: tablas, tirantes, tacos y sobre todo virutas y aserrín… El polvo en suspenso de tan denso, reflejaba los chorros de luz que entraban por la ventana, por la puerta y por algunos agujeros del techo de chapas…No sé que me dijo mientras volvía a su trabajo. Yo lo miraba cepillar un grueso tirante, ejercitando sus fuertes brazos sin mangas, con brillos de sudor. Detrás en el suelo, una cabriada a medio armar, esperaba seguramente el madero que Josecito estaba aprestando, con tanto fervor que yo lo miraba embelesado, mientras finos rulos surgían del alisado, e iban cubriendo el banco.
Hoy diría que se parecía a Antony Queen, por su aspecto de gigante rubio, pelo ralo, de gesto aquietado, y su modo afable, imponente y campechano. No hablaba mucho, ceñudo, parecía enfadado, pero sorprendía con una risa escueta, que mezquinaba. Esa mañana lo vi reírse, y mucho. Sin querer tropezó con el gato que se había agazapado entre los retazos del suelo. Debe haberle aplastado la cola al pobre. El maullido fue interminable y estremecedor, mientras saltaba como un resorte, del suelo al banco, al estante, y de allí a la ventanita trasera por donde salió como un relámpago, pero antes tumbó un tarro de pintura colorada, que se hizo una pasta en el suelo con el aserrín amontonado. Afuera se debe haber topado con el perrazo, por los ladridos y las disparadas. Josecito entró a reírse sin poder parar por un buen rato, pese a la pérdida de la pintura. Y yo con él; y creo que desde ese día, nos hicimos amigos…
Se advertía que no estaba muy en armonía con la sociedad, al menos con la más cercana; la gente que tenía preeminencia en los estamentos de aquel entonces, en nuestro pueblo, para él acusaba de fallas imperdonables. Que la cooperativa agrícola, que asociaba a más de mil familias de productores agropecuarias, según él estaba arbitrariamente dirigida y había quienes eran perjudicados, mientras que había otros con privilegios de amistad, o de familia, o de otros intereses. Lo mismo pensaba del párroco, que con un par de familias transcendían sobre la moral todo el pueblo y la colonia, y se inmiscuía en todas las decisiones. Esto era como estar en contra de todo, por la absoluta incidencia que tenía en la vida del común de la gente.
Tendría entonces unos cincuenta años, pero manifestaba la inconformidad y rebeldía de la más briosa juventud. Creo que volcaba esa adrenalina en el trabajo, que encaraba con dureza y responsabilidad.
Para los desbastes más gruesos, los cortes más grandes, contaba con el aserradero de la familia de su mujer. Los cuñados disponían de herramientas más pesadas e industriales, por lo que solía ir él allí a hacer esas labores, casi a diario. Pasaba por casa, temprano en las mañanas, a grandes pasos; cargando al hombro un par de tirantes, tablones o distintas maderas, ya que el otro taller estaba a otro tanto de casa, pero al otro lado del pueblo. Para cualquiera hubiera sido una carga más que pesada, pero para su tamaño y su fortaleza, parecía no afectarlo en lo más mínimo, ya que caminaba presto y como si no pesara gran cosa.
Pero había otra razón para tomarse todo ese trabajo. Entre taller y taller, él hacía un pequeño rodeo, tres o cuatro cuadras y pasaba por el bar del Club de bochas, donde Vicente atendía el bar, y si bien a esa hora estaba cerrado, tocaba dos o tres golpecitos, y le abrían para que se desayunara, mandándose al coleto tres copas grandes de fernet Branca, fuerte y puro; que era el combustible imprescindible para iniciar su jornada. Al regreso hacía lo mismo. Su alcoholismo se hizo más y más exigente, se fue agravando; y en pocos años cayó a lo más profundo del pozo. Estuvo muy enfermo y terminó hospitalizado, de donde salió renovado y haciendo votos de que nunca más probaría bebidas blancas… Y poco a poco las fue reemplazando por cervezas. La cantidad que tomaba era proporcional a su tamaño, o a su fuerza. Era increíble. Vaciaba decenas de botellas por día. Pero la verdad parecía que para él eso era el mejor remedio, nunca lo he visto ebrio, ni que le afectara, o al menos, no que se notara.
De tanto en tanto me llamaba para que lo ayudara con sus liquidaciones de impuestos y demás anotaciones. Iba a su casa a la noche, y mientras yo peleaba con sus apuntes, él acarreaba porrones de cerveza desde el “boliche” de la esquina. Me consta que en esas horas tomaba más de una docena. Yo tenía que acompañarlo, pero no le llegaba ni a un décimo. Y él seguía tan fresco y lúcido como siempre.
Era a fines de los años cincuenta y tomó el trabajo de hacer la nueva puerta principal interna del templo parroquial, que casi toda la década estuvo refaccionándose, junto al nuevo campanario que agregaba la nueva elegancia de su afilado pináculo, lo que le confería un depurado estilo neo-gótico, con los relojes y la gran cruz del remate en lo alto. En la inmensa puerta de madera clara, de Raulí chileno, tuvo Josecito que labrar sus ornamentos en relieve: un par de escudos, columnas y capiteles, que cinceló con maestría. Necesitaba que yo le dibujara las formas y los perfiles, para seguirlos luego con sus formones y gubias, y así labrado un perfil dibujaba yo el otro lado, y él los iba terminando. Puse mi pequeño grano de arena, al lado de él, que perdurará creo en ese monumento, por muchísimo tiempo, aunque no lleve allí ninguna firma.
El párroco de aquellos tiempos, el Pbro. Celso Milanessio, patriarca indiscutido de la comarca, en sus gentes y en sus bienes, era el artífice de lo que lograba la comunidad, de él y de los colaboradores más cercanos. Siguiendo su concepción de la remozada imagen del templo, externo e interno en detalles, le ayudé dibujando distintos artefactos, entre ellos candelabros de pared, de lo que aún algo queda; no en sus sitios ni ornamentos, y sin las tulipas originales.
No sé porque Josecito se cansó de tan noble profesión, un verdadero carpintero y ebanista; como dice la zamba… “lindo oficio, ¡Quien lo pudiera tener!”
Así que, un día, decidido, cambió de rubro. Se planteó un giro, una actividad distinta. Fabricar mosaicos. Pasó del día a la noche. ¿Qué podría atraerle un trabajo doblemente duro, exigente, tosco; pasar de la madera tan noble y cálida, a la cal, cemento, arena y a accionar una prensa manual de hacer mosaicos, tirando a músculo puro, el volante de tornillo, para el moldeado de cada pieza; unas doscientas o trescientas veces en el día, para ganar un módico sustento?
La prensa que compró era una máquina vetusta, que reemplazaba la empresa donde yo trabajaba entonces No sólo por vetusta, sino porque esos mosaicos calcáreos ya eran reemplazados por los graníticos y luego por las cerámicas. Pero él siguió con verdadero tesón adelante con su nueva actividad, en buena hora ya que los cambios se dieron despacio, y lo suyo tuvo vigencia muchísimo tiempo.
Hubo veces en que me hizo confidencias de sus años mozos, y de aún después. Confidente yo…, que aún no cumplía los veinte; pero lo escuchaba, porque veía que debía decírselo a alguien… Tenía su lado blando, romántico. Me habló de un gran amor, no sé si de soltero o de casado, sé que por algo aquello era “non sancto”, con una directora de una escuela señera; pero hacía años ella volvió a sus pagos de origen y sólo quedó el olvido. Volvió una vez en un acto conmemorativo de la escuela, muchos años después, por unas pocas horas. Yo la vi en el palco, una señora elegante, distinguida, pero entonces yo no sabía quién era. Era un chico todavía. En cambio él no pudo, no recuerdo por qué; pero lo lamentaba todavía profundamente. Conocer ese aspecto del hombre tan duro que yo veía en el, desde aquella mañana que pisó el gato, me desconcertaba, y al mismo tiempo me alegraba, porque adivinaba un espíritu sensible y en el fondo triste, totalmente humano…
Una tarde me mostró dos varillas de madera dura, secas y griseadas por la intemperie, que estaban entre otras maderas en la pared trasera de la casa, madurándose al sol.
-Son de lapacho- me dijo- lleva años para hacer lo que quiero.- De estos palos van a salir dos tacos de billar que van a ser únicos…, uno es para vos, y el otro para mí…-
Sopesé la madera, me imaginé cómo sería desbastada, pulida, y contrapesada; pero íntimamente dudé que aquello pudiera llegar a ser lo que él prometía…
-Tanteá el peso, cuando esté balanceado, vas a ver…- me decía con los ojos brillantes, ilusionados. Y volvió a depositar las maderas contra la pared… -Pero requieren estacionarse más todavía…-
Pasó mucho, mucho tiempo, y un día los tacos, estuvieron listos; me los enseñó terminados, como había predicho: eran de una sola pieza, no desarmables; pero prometían un golpe como a veces soñamos tener los billaristas, en un taco ideal
-Elegí el tuyo…- dijo pasándome ambos. Pero yo no acepté, y tuvo que darme él uno de los dos.
Jugamos algunas veces juntos en el Círculo, gozándolos ambos. El mío era ligeramente más fino, con más peso atrás. Me dio el mejor. Otro lado suyo era la nobleza…
Pero al tiempo sus salidas no eran más que promesas, excusas, postergaciones. Josecito estaba decayendo. Sé que no se sentía bien, y dejó su empeño para más adelante, cuando volviera a sentirse mejor.
Hasta que un día, años después, me dio también el otro taco.
-Tenelo vos, en cualquier momento te lo pediré prestado…- Sentí un gusto amargo, no en la boca, sino en medio del alma...,-A veces vas a querer cambiar… tenelos, siempre…-
Y siempre fueron mis tacos. Jugué años. A Josecito lo empecé a ver cada vez menos. Luego entré al banco, y tuve que irme y radicarme en otras ciudades, en otras provincias. Fui dejando de jugar, absorbido cada vez más por nuevas obligaciones y otras amistades.
Josecito murió estando yo lejos, incluso me enteré mucho después. Lo sentí mucho, pobre amigo, quizás haya querido verme por última vez, y tal vez yo estaba muy ocupado…
Los tacos los perdí, hace años, y no pude recuperarlos, por más que sigo intentando rastrear su derrotero, le he pedido a amigos que me ayuden, pero sin lograrlo. Habían quedado en la parroquia, en poder del hermano Rogelio; pero un día las mesas se vendieron con todos los tacos. No sólo los míos, varios amigos tenían los suyos en las mismas condiciones. Las mesas y los tacos cambiaron de dueños, una y otra vez, y por el momento no logramos localizarlos.
Me gustaría volver a tener mis tacos, SUS TACOS, como trofeo de amistad, como trofeo de la vida. El hubiera querido que los tuviera SIEMPRE, aquellas maderas nobles, labradas con sus manos toscas, curtidas con honradez.
FIN
Celso H Agretti – Avellaneda SFe; 20 de julio de 2010. (Día del amigo)
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