lunes, 9 de agosto de 2010

Educación: la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser

Educación: la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser


DIARIO EL LITORAL DE SANTA FE http://www.ellitoral.com/

Consejo de Educación. La dignidad física del palacio que alojó entre 1929 y 1930 al principal organismo educativo de la provincia, se correspondía con el valor que se le asignaba a la enseñanza.



Foto: Archivo El Litoral

Por Rogelio Alaniz

“¿No queréis educar los niños por caridad? ¡Hacedlo por miedo, por precaución, por egoísmo! ¡Moveos, el tiempo urge, mañana será tarde!”.

Domingo Faustino Sarmiento.

En un colegio secundario “de cuyo nombre no quiero acordarme”, los padres de los alumnos de primer año se movilizaron contra el profesor de Historia porque les había exigido a los chicos estudiar de un libro “difícil”. Intervinieron las autoridades y luego de los cabildeos del caso le terminaron dando la razón a los padres. El profesor no fue sancionado, pero debió retirar el libro de la bibliografía. Se trataba de un texto de José Luis Romero, uno de los mejores historiadores que dio la Argentina.

Anécdotas como éstas hay tantas que podría escribirse un libro, un libro titulado “Historia de un fracaso educativo” o “Crónica de una decadencia”. En cualquier caso, las anécdotas se limitan a ilustrar con el ejemplo la naturaleza de nuestra crisis educativa a contramano de lo que se predica todos los días acerca del rol estratégico de la educación.

En efecto, hoy es casi un lugar común decir que el futuro de la Nación ya no reside en sus riquezas naturales ni en sus cuentas bancarias sino en la capacitación de sus recursos humanos. Se habla de la sociedad del conocimiento porque se considera que el desarrollo económico se funda en el saber y la innovación. La globalización y la universalización de la ciencia y la tecnología le otorgan a la educación un valor estratégico. Nadie discute hoy estas certezas, pero la paradoja del mundo que vivimos es que estas verdades se contradicen con las tendencias y conductas reales de la sociedad.

En principio, las cifras son elocuentes. En América Latina hay treinta millones de analfabetos; el cuarenta por ciento de la población no completa la educación primaria y el treinta por ciento no estudia ni trabaja. Sin ir más lejos, en la Argentina existen alrededor de un millón de jóvenes menores de veinticinco años en esa situación. Como se podrá apreciar, entre las declaraciones plagadas de buena voluntad de los funcionarios y la realidad, la brecha es grande, demasiado grande.

Se habla mucho de educación, se ponderan sus virtudes, pero lo que se hace no tiene nada que ver con lo que se dice. La responsabilidad de los funcionarios en estos temas es insoslayable, pero esa responsabilidad incluye también a maestros, directivos y padres.

Lo decía Sarmiento hace más de ciento cincuenta años: no hay proyecto educativo sin comunidad educativa. Habría que agregar, a continuación, que no hay proceso educativo sin maestros que enseñen y alumnos que aprendan. Como no hay familia sin padres que enseñan e hijos que obedezcan. ¿Y la democracia? Lo siento: la familia no es democrática. Arreglados estaríamos si no fuera así.

La comunidad educativa está rota o por lo menos muy deteriorada, y algo parecido ocurre con la familia. Los padres han desarrollado la teoría y la práctica del “aguante” a los hijos. El maestro, el director, son las autoridades a discutir e impugnar. Padres que han delegado en el televisor la función educativa, padres que han abandonado a sus hijos, padres que suponen que una manera de asegurarse la juventud eterna es solidarizarse con sus irresponsabilidades. No son todos, pero son muchos. Y son los que hacen más ruido.

El proceso que describo refiere a un quiebre cultural y trasciende la anécdota. En realidad, la civilización tal como la hemos conocido está en crisis, la educación y la escuela están en crisis y los padres son una consecuencia de estas realidades. Pero ocurre que si la alianza de padres y maestros no se recupera, la crisis se seguirá profundizando. La banalización y el relativismo moral se han dado la mano en los últimos años, con orientaciones que reivindican ciertas libertades que sólo un distraído puede tomar en serio. Se considera que el maestro debe aprender del alumno y que, en el mejor de los casos, la relación debe ser igualitaria. La consigna tiene un toque libertario, pero sólo un toque, porque en realidad es la antesala del desastre en sus versiones más decadentes.

Hay que decirlo de una buena vez. Todo proceso educativo que merezca ese nombre incluye reglas y normas. Guillermo Jaim Etcheverry sostiene “que la escuela se ha construido sobre la solidaridad entre generaciones, solidaridad materializada en la transmisión de saberes y valores”. Basta con mirar lo que sucede a nuestro alrededor para apreciar lo que hemos retrocedido. El pasado no vale y el futuro no interesa. Se vive una suerte de eterno presente, lo cual desde el punto de vista civilizatorio constituye, como dice un pedagogo francés, una suerte de “desastre genealógico”. Los mayores no enseñan porque no tienen o no saben qué enseñar; los menores no aprenden, y todos consideran que viven en el mejor de los mundos.

El rol del maestro se ha deteriorado. El maestro no sabe, y si sabe a nadie le importa. Los alumnos no van a aprender, van a pasar el tiempo o a buscar un certificado que los habilite para alguna otra instancia que flota en la ambigüedad y la incertidumbre. La escuela es vista como un lugar de contención, un sitio para ir a comer, para ir a distraerse o para cumplir funciones de guardería. Nada más. Hoy es un lugar de contención y están orgullosos de decirlo. En otros tiempos, en los buenos tiempos, era exactamente lo contrario: un lugar de expansión, expansión de saberes, de expectativas e incluso de límites racionales a esas expectativas.

La educación concebida como una exigencia ha sido desplazada por la idea del juego o la idea de que en realidad nadie debe estar seguro de nada. Todo reclamo, toda demanda de cumplimiento del deber son considerados actos autoritarios. En ese contexto el alumno como sujeto con vocación de aprender no existe. Y el maestro, como titular del saber, tampoco. Por eso un sociólogo llamó a este tiempo “la era del vacío”.

En los colegios y en las universidades se ha ordenado que no se pongan -o se eviten- las calificaciones “insuficiente” o “aplazado” para que el alumno no se “desmoralice”. Por ese camino, las sanciones, los reclamos de cumplimiento del deber, empiezan a perder sentido. Como dice el tango de Discépolo: “ Nada es mejor, todo es igual, lo mismo un burro que un gran profesor”.

En estas materias la responsabilidad de la clase dirigente es insoslayable. Esta responsabilidad fue la que asumieron los liberales de la segunda mitad del siglo XIX. Sarmiento se lo expresó a los ricos de su tiempo con su descarnado realismo “Vuestros palacios son demasiados suntuosos al lado de barrios demasiados humildes. El abismo que existe entre el palacio y el rancho lo llenan las revoluciones con escombros y con sangre. Pero os indicaré otro sistema de nivelarlo: la escuela”.

Para Sarmiento, como para sus contemporáneos, la educación era una exigencia del modelo económico y político que propiciaban. Sus destinatarios eran los pobres, ya que los hijos de los ricos tenían dónde educarse. La grandeza de nuestros maestros liberales reside en la convicción con que sostuvieron sus ideales. En 1870 las multitudes no estaban en la calle reclamando educación. La decisión vino de arriba y ese fue su valor.

La otra certeza que disponían nuestros mayores era que la educación no iba a llegar espontáneamente sino a través de una decisión política firme y sostenida. Estaban convencidos de que la riqueza material era buena, pero no alcanzaba. “El sólo éxito económico -dijo Sarmiento- nos transformará en una próspera factoría, pero no en una nación. Una nación es bienestar económico al servicio de la cultura y la educación”.

Las escuelas que construyeron estaban a la altura de los objetivos planteados. Eran verdaderos palacios. Templos de la cultura que hoy sobreviven en ruinas. En 1910, el contador de la Municipalidad de Buenos Aires decía: “Las casas que hemos edificado para nuestras escuelas son, cual corresponde a nuestras grandezas y nuestras riquezas, lujosísimos palacios. Esplendidez que no es ostentosa vanidad sino provechosa conveniencia. La casa escuela grande y limpia educa, mientras el maestro enseña. Y cuando es lujosa y magnífica, educa mejor”. Cualquier semejanza con la actualidad es pura coincidencia.

En aquellos años la Argentina se desprendió para bien de su destino sudamericano gracias a las poderosas transformaciones educativas. No fue lo único, pero fue uno de sus capítulos más importantes. Brasil miraba con admiración y asombro la proeza educativa de la Argentina mientras padecía un analfabetismo que afectaba a más del ochenta por ciento de la población. Hoy, una universidad media de Brasil recibe un presupuesto superior al de la mitad de todas nuestras universidades. Estos datos dan cuenta de nuestra regresión; pero, a la vez, colocan en el banquillo de los acusados a toda nuestra clase dirigente y, de alguna manera, a toda nuestra sociedad; por lo menos, a todos aquellos que tenemos la responsabilidad de decir o hacer algo.

En los colegios y las universidades se ha ordenado que no se pongan -o se eviten- las calificaciones “insuficiente” o “aplazado” para que el alumno no se “desmoralice”.





Las escuelas que se construyeron a comienzos del siglo XX estaban a la altura de los objetivos planteados. Eran verdaderos palacios, Templos de la cultura que hoy sobreviven en ruinas.

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