Una ley autoritaria y alejada de las verdaderas prioridades
Hugo E. Grimaldi
(DyN)
Si Elmer Van Hess pudo, ¿por qué no Néstor Kirchner? El hombre que volvió de la muerte para vengarse uno a uno de todos sus enemigos ha dado en estos días una lección de supervivencia política, basada en años de picaresca y en el campo orégano que le han abierto sus adversarios.
Ha perdido las últimas elecciones, hoy, como Carlos Menem en 2003. No resistiría un ballottage y hasta su chequera se ha debilitado; sin embargo, allí ha reaparecido para dar pelea contra su enemigo feroz: la prensa en su conjunto, aunque haya vuelto a despellejarse en el campo de batalla.
Tal como el ex presidente ha presentado en otras oportunidades al Fondo Monetario o a la oligarquía del campo como enemigos feroces a vencer, chupasangres inclaudicables que impiden que triunfen las fuerzas del bien, ahora le ha tocado al Grupo Clarín como mascarón de proa de un proyecto más ambicioso: regimentar la opinión de los medios, para que su relato sea coincidente con el suyo y el de su gobierno, para que no haya más denuncias de valijas voladoras, patrimonios en crecimiento o falsificaciones en el Indec.
Aplastar la iniciativa privada
Y Kirchner lo hizo, además, con un cálculo muy preciso de lo que son las fuerzas políticas en la Argentina, fiel reflejo de una sociedad que, aunque sabe que siempre será estafada, adora los paternalismos de los líderes carismáticos y la acción niveladora, siempre para abajo, del Estado.
Otra prueba de la excelencia de sus reflejos.
De allí, que el proyecto de ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que ya tiene media sanción legislativa, no sea más que un cúmulo de directrices, normas, controles, reglamentaciones y cupos de mercado que apuntan a aplastar la iniciativa privada y a vulnerar cuantos preceptos constitucionales se le oponen, algo que, en el fondo, no irrita tanto a toda esa concepción estatista, como que hayan sido los Kirchner sus propulsores.
Esta vez no hubo chequera, hubo ideología. El socialismo, por ejemplo, comprendió que el dirigismo acendrado de la futura ley los conformaba plenamente y otro tanto ocurrió con las otras fuerzas de izquierda que levantaron la mano.
Y otro tanto podría haber pasado con muchos diputados del ARI, la UCR o el peronismo disidente, adoradores a ultranza del intervencionismo estatal a la argentina, que convalidaron alegremente la estatización de Aerolíneas o el robo a los afiliados a las AFJP, aunque en sus discursos se declaren partidarios de modelos que equilibren, como ocurre en otros lados del mundo, antes de que anulen las fuerzas del mercado.
La concepción histórica de estatismo de estas fuerzas políticas hoy opositoras, inclusive empalidecen su retirada del recinto el jueves pasado, ya que la misma dejó indefensos a millones de ciudadanos que votaron para que esos partidos sean mayoría a partir de diciembre y para que ahora ejerzan una oposición de ideas que supere las denunciadas prepoteadas del oficialismo.
Es verdad que en la madrugada del miércoles los obligaron a procesar 200 cambios de último momento y que la sesión pudo haber sido, como dicen, un “simulacro parlamentario”, pero también es cierto que, de haberse quedado, bien podrían haber cambiado algunas cosas en la votación en particular.
Picardía política
Pero, por lo que fuere, toda esta lección de picardía política que dio el matrimonio Kirchner, no impide opinar que han tirado a la cancha una mala ley, una pieza legislativa que los diputados oficialistas votaron desde la legitimidad que le otorgan los mandatos abiertos hasta el 9 de diciembre y que los que acompañaron lo hicieron porque dicen tolerarla como un mal menor, ante lo que se vendió como la abolición de una norma de la dictadura. Más allá de estos fuegos artificiales, lo que surge del proyecto es que tiene fallas estructurales y de concepto de tal calibre que, en el extremo, hasta podrían llegar a abolir la libertad de expresión en la Argentina.
En ese sentido, bien vale poner sobre la mesa una serie de conceptos que parten desde el análisis y que determinan por qué la futura ley podría terminar con el periodismo independiente en la Argentina, ya que aumenta los peligros de la censura y, peor, de la autocensura.
En primer lugar, no se trata de ningún modo de una ley antimonopólica, tal como se ha vendido, porque si bien dice ir a favor de los consumidores, ya que la emprende contra las situaciones que concentran el mercado, lo que logra es ayudar a consolidar de mala manera el monopolio del Estado, a partir de que aparecen en su letra regulaciones sobre regulaciones y de que otorga, por ejemplo, posibilidades y beneficios sólo para las cadenas nacionales y provinciales estatales, las que bien podrían imponer no sólo un discurso único, sino con seguridad más costos para todos los contribuyentes.
Lejos de la libertad
Tampoco es una ley de la libertad, ya que el texto aprobado con media sanción tiene tantos o más vicios de autoritarismo que aquella del proceso militar que se dice que ésta viene a cambiar, desviaciones expresadas en múltiples vericuetos de discrecionalidad política, a la hora de autorizar o cancelar licencias y también de exceso de burocracia, ya que no sólo se suman contenidos obligatorios de programación de difícil control, que seguramente sumarán más costos a la operación, sino que hacen sospechar, hoy como antes, que sólo estarán cómodos con sus medios aquellos que tengan mayor afinidad con el poder político de turno.
Si de censura previa se trata, está claro que en el articulado se condiciona a los editores de diarios para ser licenciatarios de radio y TV, salvo la discrecionalidad de la “autoridad’ de Aplicación, nombre extraño, si los hay, para una ley votada por el FPV y la izquierda.
No es una ley de la igualdad, ya que quienes aseguren que no tendrán fines de lucro, aunque vivan de las dádivas oficiales y aunque consigan ganancias subterráneas a través de mecanismos de retribución non sanctos, tendrán seguramente prerrogativas impositivas y, por ende, menores costos que aquellos independientes que se constituyan como empresas “de gestión privada con fines de lucro”.
Definitivamente, no es una ley que ayude al pluralismo, ya que esto es algo que no se asegura a través de la simple suma de opiniones concurrentes.
Cuantos más medios haya, la atomización puede ser tan grande que cada una de esas unidades, que necesitará apoyatura económica porque la torta publicitaria no es infinita, quedará necesariamente presa de quien sea su patrocinador principal, en este caso el Estado nacional, provincial o municipal que les da cabida, sin que por ahora se haya logrado que se transparenten -y esta ley era una oportunidad- los mecanismos de asignación discrecional de las pautas publicitarias, aunque se les ha colocado a último momento un tope.
Además, ésta no será una ley para nada segura en lo jurídico, ya que abre el camino para que quienes se sientan afectados en sus derechos diriman ante la Justicia, durante mucho tiempo, las nuevas reglas de juego.
En forma paralela, no parece una buena forma de mostrarle al mundo cómo son tratadas las inversiones en la Argentina, como en el caso de aquellos que instalaron sistemas de cable dentro de reglas libres y que ahora tendrán que recuperar su inversión en menos tiempo u obligados a desinvertir o malvender. Por último, desde lo político, hay que marcar como un contrasentido que, en nombre de la claridad informativa y de la pluralidad, esta ley sea propiciada por un gobierno que poco ha hecho para brindar información transparente a los medios, más allá de que aún duerme el sueño de los justos la legislación sobre el acceso a la información pública.
Y esto dicho más allá de los excesos cometidos en el Indec y en relación a que todas las informaciones oficiales merecen siempre una doble lectura, sin contar con la poca disposición de los funcionarios para generar corrientes de diálogo directo con la prensa en su conjunto.
Cuestión de prioridades
Ante tantos desvíos no consentidos por quienes tuvieron la responsabilidad de discutir la ley y la votaron afirmativamente, muchos miran ahora como referente a Julio César Cobos, quien quedará transitoriamente al mando del Ejecutivo, desde que la presidenta y también su esposo viajen a los Estados Unidos. La “esperanza blanca” lo llaman.
De Cobos se espera que esta vez, contra toda su prudencia, protagonice algunas actitudes más jugadas y para asustar, chuzan desde su entorno que si no dejan que ordene el trámite de la ley en el Senado con el giro a cinco comisiones, algo que quedará en manos del presidente provisional, José Pampuro, quien la enviaría sólo a dos, él bien podría, como presidente, retirarla del Congreso.
Además, siguen metiendo púa diciendo que, si para evitar otro voto no positivo en cualquier desempate, el 7 de octubre Cristina vuelve a viajar, él podría vetar cualquier sanción. Lo llamativo fue que en la semana, desde su extraña posición de oficialista-opositor y mirando a 2011, sólo Cobos salió a marcar la cancha con un llamado a las fuerzas políticas, para que todos cedan un poco y empiecen a consolidar algunos temas centrales de mediano plazo, una especie de acuerdo estratégico que no cuaja en la dirigencia, ante el exceso de cortoplacismo que cruza a las fuerzas políticas.
Poca cosecha tuvo el vicepresidente, pese a que su documento contenía temas cruciales a discutir entre todos como la seguridad, la salud, la educación y la pobreza. En esta última cuestión, dice la Iglesia, con razón, que antes que la ley de Medios está la pobreza y la exclusión social.
Nada ni nadie podría disputar este orden de prioridades, pero hay que hacer notar que para que los medios sean efectivos, su natural intermediación debería darse entre gobiernos sanos y sociedades plenas que puedan discernir e interpretar sus decisiones.
Sin embargo, una ley como la que ha recibido esta media sanción, a la que los obispos parece que no le prestan importancia, agrava aún más la situación porque, si las voces pasan a ser uniformes en el sentido de esconder también la ineptitud gubernamental para luchar contra esos flagelos, la desaparición del periodismo independiente bien podría llegar a convalidar por varias generaciones la regimentación de la fábrica de pobres.
El proyecto no es más que un cúmulo de directrices, normas, controles, reglamentaciones y cupos de mercado, que apuntan a aplastar la iniciativa privada y a vulnerar cuantos preceptos constitucionales se le oponen.
En primer lugar, no se trata de ningún modo de una ley antimonopólica, tal como se ha vendido, porque si bien dice ir a favor de los consumidores, lo que logra es ayudar a consolidar de mala manera el monopolio del Estado.
No es una ley de la libertad, ya que el texto aprobado con media sanción tiene tantos o más vicios de autoritarismo, que aquella del proceso militar que se dice que ésta viene a cambiar, desviaciones expresadas en múltiples vericuetos de discrecionalidad política.