Premian a joven oriundo de Los Laureles en concurso literario nacional “Gastón Gori”
Sábado, 12 de Septiembre de 2009 17:49 Radio Amanecer
El joven oriundo de Los Laureles, Fabián Lorenzini obtuvo el 3º premio en el certamen literario nacional de cuento breve “Gastón Gori” edición 2009. El mismo fue convocado por la Sociedad Argentina de Escritores Seccional Santa Fe, y participaron escritores oriundos o con residencia estable en todas las provincias del territorio de la República Argentina.
El jurado se expidió el pasado 4 de setiembre, y estuvo integrado por Francisco Millán, Pilar Rodríguez y Elsa Hufschmid, actuando como coordinadora del certamen, María Beatriz Bolsi de Pino, presidenta de SADE Santa Fe.
El 3º premio fue para el joven de nuestra región Fabián Silvano Lorenzini, y su trabajo se tituló “Plaza de armas”.
Mientras tanto, el 1º premio correspondió a la cordobesa Mariela Alejandra Gómez con su trabajo “Débil”, y el 2º premio a Mariano Pereyra Esteban de Buenos Aires, con la obra “Matungo”.
El primero, segundo y tercer premio consistirán en la publicación de las obras ganadoras, con la colaboración de la secretaría de Cultura de la provincia de Santa Fe.
PLAZA DE ARMAS.
La plaza amaneció destrozada.
Los árboles mas jóvenes estaban arrancados de cuajo y las rosas habían desaparecido por completo. Las baldosas rojas y blancas de los senderos habían sido removidas con algún hierro grueso y dejadas a un lado, casi todas rotas. Parecía como si alguien hubiera cavado desesperadamente buscando un tesoro pirata al azar.
El césped, que todas las tardes desde hace veinte años, regaba amorosamente Don Fabricio, el placero, estaba completamente seco. Los perpetradores del misterioso atentado, habían usado alguna sustancia que en un par de horas fulminó totalmente el verde colchón y lo transformó en un páramo, marrón y triste. Nada quedaba de los jazmines ni de las azucenas que coronaban el lugar en el cual los novios posaban para las fotos de bodas. La única sobreviviente del caos era la Venus de la fuente central que permanecía milagrosamente intacta, con su inocente palidez, testigo muda del feroz ataque.
Reinaba el desconcierto. El comisario recorría una y otra vez la plaza, revoloteando por encima de cualquier cosa que pudiera parecer un indicio, buscando alguna pista o un mensaje oculto que permitiera develar el misterio. Los primeros rumores no se hicieron esperar. Se hablaba de un acto de venganza por parte de algunos resentidos de Alberdi, el pueblo vecino. El fin de semana se había jugado la final del regional de fútbol y el triunfo del equipo local sobre los eternos rivales de Alberdi había sido categórico, seguido de un festejo que llegó hasta la madrugada del día siguiente, despertando los odios de los derrotados. Para colmo, los pibes de la hinchada local habían aprovechado la distracción del último gol para robar una bandera de los visitantes que terminó izada, como preciado trofeo, en el mástil de la plaza.
Otros desalentaban esa teoría. Para toda la gente de la región esa plaza en particular era tierra sagrada, intocable. El lugar tenía su historia documentada en los anales de la provincia por haber sido, nada menos, que la plaza de armas del general Augusto Gómez Pacheco, el mismo que derrotó a la vanguardia de los indios y aseguró desde ese lugar la línea de fortines del Este. Un ataque asi hubiera sido una declaración de guerra contra la memoria del pueblo, destinada a perdurar por generaciones. Tal vez por eso el propio intendente de Alberdi, en señal de solidaridad y para poner paños fríos sobre el rumor, se mostró públicamente en el lugar en más de una ocasión, ofreciendo las máquinas y el personal de su municipio para el trabajo de la reconstrucción.
Con el paso de las horas, otros aventuraron una historia fantástica: Un boicot al intendente ante la cercanía de las elecciones. Barrientos, el jefe municipal, no había tenido mejor idea que usar los lugares más pintorescos de la plaza para erigir carteles luminosos promocionando su gestión. La propaganda electoral encendió la polémica en el pueblo y el Concejo Municipal, ordenó que fueran removidos. Pero el intendente se resistía a cumplir la ordenanza. Su soberbia al no acatar la voluntad del Concejo, decían, había desatado la bronca contenida de los opositores, oculta bajo la forma de un ataque mayor para desviar la atención.
Desde la oposición, silenciosamente, contestaban que el ataque había sido pergeñado por el propio intendente para victimizarse y como un acto desesperado para repuntar su popularidad. La buena imagen de Barrientos venía decayendo desde que lo habían ligado con posibles licitaciones fraudulentas para la construcción del balneario municipal y con un par de obras públicas que, según pudo saberse, fueron tendenciosamente adjudicadas a empresas aliadófilas del mandatario.
Y verdaderamente parecía algo programado. Los delincuentes habían elegido la noche mas fría del año, sin fiestas ni reuniones sociales en el pueblo, como queriendo evitar la presencia de los trasnochados de turno o de las parejas que, refugiándose de las luces de la calle, solían buscar la complicidad de la gran plaza para desatar su pasión.
Mientras tanto, Don Fabricio seguía internado en la clínica de la ciudad, recuperándose del disgusto. Había sido el primero en descubrir el desastre y dar aviso a la policía, antes de infartarse y quedar tendido en el piso de la propia comisaría, ante la mirada atónita del cabo segundo González.
Fabricio Bianchi era un personaje tan amado como misterioso. Placero por adopción, se refugió en el pueblo venido desde la capital, escapando de una tristeza nunca contada en primera persona pero conocida por todos a causa de la muerte de su esposa, Matilde, en un terrible accidente. Su llegada había sido providencial para darle vida a la plaza que tenía tanto de historia como de abandono hasta que él fue nombrado jefe de maestranza y asumió el cuidado del lugar como una cuestión de honor. El viudo nunca había vuelto a casarse pero su romance con María Luz, la secretaria administrativa de la municipalidad, era un secreto a voces.
Las caminatas de ella, siempre coincidían con la rutina de él. El recorte del pasto, alguna poda o el hermoseo de la fuente eran las excusas para los encuentros. Las charlas se extendían por horas durante las cuales el mundo se detenía por completo. Un amor silencioso pero palpable se demostraba en cada gesto de la mujer, en cada palabra regalada con gentileza, en cada mirada cálida. El la correspondía cortésmente. Conocedor del cortejo vespertino, Fabricio dedicaba horas de sus mañanas para avanzar en los trabajos. Luego, por las tardes, fingía una actividad febril que amainaba al primer atisbo de conversación con Maria Luz. Nunca se supo si fue algún sentimiento de culpa de él, la inexplicable timidez de ambos o, simplemente, una rara forma de amor lo que los mantuvo asi, a la distancia, contemplándose amorosamente, sin más.
Con cada día de investigación, el comisario estaba mas desconcertado que al principio. Los móviles aparentes no se sostenían. La ayuda de los peritos de la policía científica, poco aportó que no se supiera ya con solo caminar por el sitio. El horario presunto, los elementos empleados, las consecuencias del hecho, todo parecía un rompecabezas sin sentido.
La ayuda enviada por el gobernador tampoco sirvió para allanar el camino, pero el intendente supo capitalizar la presencia del Ministro de Justicia, comisionado para entregar al pueblo un cheque por la simbólica suma de siete mil pesos. La iniciativa fue celebrada por Barrientos quien agradeció calurosamente la ayuda que, dijo, serviría para reforestar gran parte del histórico lugar y colocar la infaltable placa conmemorativa recordando la tragedia a las generaciones futuras.
Con el paso de las semanas el tema fue, lenta y sigilosamente, pasando a un segundo plano. De las obligadas charlas de sobremesa al comentario casual, a la pregunta desprevenida, al recuerdo azaroso, al olvido. El tiempo, que también devora también a los enemigos mas feroces, hizo su trabajo con el recuerdo de la catástrofe.
Don Fabricio volvió a la plaza. A cortar el césped, a plantar azaleas, petunias y jazmines. La colecta fomentada por la comisión del club para los gastos de la reconstrucción fue un éxito y los propios vecinos, auto-convocados, hicieron su parte.
María Luz, entretanto, recordaba cada detalle de lo sucedido sin poder creer todavía que habían sido capaces de hacerlo. No se imaginaba que ella, una simple mujer enamorada, podría tener el coraje para movilizar al pueblo entero. Repasaba esas imágenes que nunca jamás olvidaría:
Las palabras del intendente esa mañana en la que le comentó que había decidido prescindir de Don Fabricio para licitar el arreglo de la plaza a una empresa de limpieza. Su desesperación, el calor insoportable en todo el cuerpo, en el estómago, la furia contenida. Luego el llanto, solitario en su habitación. El silencio, siempre el silencio y aquel momento de plena y absoluta lucidez.
La breve reunión secreta con algunos vecinos de confianza. La indignación que se contagió tan rápido como la peor epidemia y no tuvo antídoto posible. Después, las discusiones hasta la madrugada en la casa de Pino Rodríguez. Los mates interminables y finalmente, la terrible decisión, apoyada por casi todos en el pueblo: Resignar la historia para salvar al amigo querido. Al hombre amado. Al padrino de varios hijos. Al solitario y melancólico extranjero que era mas parte de la historia que la propia plaza.
Si algo faltaba en la cruzada fue la bendición impartida esa misma noche por el cura a los muchachos que, organizados en una cuadrilla furtiva, concretaron en impresionantes cuarenta minutos, un destrozo memorable y rabioso. Se motivaron imaginando que estaban matando a tanta corrupción, a tanto dolor contenido, a la indignación que los alienaba y que de repente los catapultaba como justicieros furibundos. Destruían un pasado del cual no se sentían parte y con cada golpe de la asada, con cada martillazo, con cada baldosa que cedía se sentían mas tristemente convencidos de la inexorable decisión.
La complicidad del intendente de Alvear, compañero de la secundaria de María Luz que, la noche del destrozo, había invitado a las autoridades municipales y policiales a una cena para discutir el problema de la matanza clandestina de animales. El trabajo impecable de la Sarita, seduciendo al cabo González, de guardia esa noche.
Luego la angustia, el arrepentimiento, la tristeza, el temor por la vida de Don Fabricio. Los que querían confesar. De nuevo noches interminables y las primeras noticias que hablaban de su recuperación. Finalmente, el alivio. El corazón que volvía a latir.
Habían apostado a la certeza de que Barrientos, en plena carrera electoral por la reelección, no se atrevería a desafiar la voluntar popular de seguir contando con Don Fabricio, el único que podría hacer el trabajo. El deseo, fue transmitido al jefe municipal a través de sus hombres de confianza, deslizado con sutil firmeza.
Todas las imágenes se juntaban en una sola y Maria Luz sonreía.
Sentía por dentro algo parecido a la felicidad mientras saboreaba los minutos faltantes para las siete de la tarde. Lentamente, se calzó las zapatillas, los anteojos y salió, como todas las tardes durante las últimas cinco semanas, a regar el césped de la plaza.
FELIPE CONSTANTE.
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